martes, 14 de agosto de 2012

Conversaciones con Sesuda VII


Acerca de la función del arte

El joven Tsetsuko, siempre ávido, siempre curioso, siempre libre, se acercó al maestro que –parado frente al caballete– pintaba con los ojos cerrados, casi en trance. Dudó acerca de la oportunidad de molestarlo sabiendo que, para Sesuda, la pintura era una forma de meditación.
El joven Tsetsuko se sintió urgido de preguntar.  

–¿Sirve el arte?
–Pinta a tu aldea y pintarás el mundo.
–Y, sí, la gente se aprovecha. Hay que saber retirarse a tiempo.
–Quiero decir que en el microcosmos está el macrocosmos.
–Y en el microondas está el pollo.
–En la pechuga está el pollo entero.
–Por el precio pareciera…
–Digo que una célula tiene la información de la persona completa.
–Sí, pero andá a encontrarla.
–En algunas personas todas las demás células sobran.
–Ya empezamos…
­–Debemos ser capaces de disolvernos en el universo.
–Perder el yo.
–Perderte, sí.
–¿Permite el zen perder una parte de uno mismo?
–¿Una parte?
–4 ó 5 kilos… tengo una fiesta.
–El cuerpo es el espacio de la banalidad.
–5 kilos menos de banalidad no me molestaría.
–La verdadera fiesta es la no existencia. El no ser, no estar, no ir.
–Si no voy no me invitan más.
–¿Has meditado acerca de tu muerte?
–No.
–Yo sí.
–¿Debo ir a la fiesta?
–Te he dicho lo que pienso.
–Pero podría conocer a alguien, casarme, formar una familia, asentarme en alguna ciudad y practicar el zen...
–Es verdad, debes salir de este monasterio.
–Volvería la semana entrante.
–O podrías conocer a alguien, casarte...
–Pero si dejo el monasterio lo perdería como maestro.
–No temas perder, mis enseñanzas siempre estarán dentro tuyo.
–No sé si estoy preparado.
–Lo estás.
–¿Cómo estar seguro?
–Soy tu maestro, debes creerme.
–A veces creo que quiere deshacerse de mí.
–Te vuelves a equivocar, nadie barre el monasterio tan bien como tú.

El joven Tsetsuko sonrió, tal vez satisfecho, tal vez por las cosquillas que le hacía el pincel del maestro, que seguía con los ojos cerrados y hacía diez minutos que le pintaba la cara. pidió permiso y se retiró a meditar.
El maestro Sesuda abrió los ojos, cambió la tela y pintó un payaso triste para decorar su habitación.

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